miércoles, 28 de octubre de 2009

Rafael Alberti

Ya han pasado diez años desde que Consuelo Brito, mi profesora de Lengua y Literatura, entró en la clase de segundo de bachillerato y nos comunicó la muerte de un gran poeta, Rafael Alberti. En diciembre, coincidiendo con el día en el que hubiese cumplido 97 años, en El Tablao se organizó un magnífico homenaje a su vida comprometida y a su obra.

Diez años después, el poeta comunista que vivió media vida en el exilio, sigue siendo uno de los grandes entre los grandes de aquella generación del 27. Su legado, su obra de combate y su estilo gongoriano, sus ángeles y sus alamedas perdidas, su caballo cuatralbo o su paloma aún están en la cosmovisión de muchos lectores y lectoras.

Desde este blog y desde la red va mi homenaje a este gaditano universal, marinero en tierra, diputado del PCE en las Corte constituyentes del 77, gongoriano y surrealista, autor del pueblo, miliciano que protegió el Prado cuando era bombardeado, argentino y ciudadano romano. Hoy sus cenizas flotan en las aguas de la Bahía del Puerto de Santa María que lo vio nacer, crecer y morir.

He elegido un poema de su obra Sobre los ángeles, porque fue ésta escrita coincidiendo con al acta de nacimiento de la Generación del 27 en el Ateneo de la calle Rioja de Sevilla. También refleja la crisis de fe que marcó desde ese momento al poeta.


Los ángeles muertos

Buscad, buscadlos:
en el insomnio de las cañerías olvidadas,
en los cauces interrumpidos por el silencio de las basuras.
No lejos de los charcos incapaces de guardar una nube,
unos ojos perdidos,
una sortija rota
o una estrella pisoteada.
Porque yo los he visto:
en esos escombros momentáneos que aparecen en las
neblinas.
Porque yo los he tocado:
en el destierro de un ladrillo difunto,
venido a la nada desde una torre o un carro.
Nunca más allá de las chimeneas que se derrumban
ni de esas hojas tenaces que se estampan en los zapatos.
En todo esto.
Mas en esas astillas vagabundas que se consumen sin fuego,
en esas ausencias hundidas que sufren los muebles
desvencijados,
no a mucha distancia de los nombres y signos que se
enfrían en las paredes.

Buscad, buscadlos:
debajo de la gota de cera que sepulta la palabra de un libro
o la firma de uno de esos rincones de cartas
que trae rodando el polvo.
Cerca del casco perdido de una botella,
de una suela extraviada en la nieve,
de una navaja de afeitar abandonada al borde de un
precipicio.

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